martes, 22 de octubre de 2013

I. “Soy un cadáver: ¿qué me impide hacerme el autorretrato?”

Lluís Ferran de Pol fue uno de los muchos republicanos que al acabar la guerra tuvo que exiliarse a México. De entre los relatos que escribió, me acuerdo sobre todo de Suïcidi a la matinada, en el que un fotoperiodista se va encerrando en sí mismo hasta quedarse sin escapatoria. Su malestar, sin embargo, no viene de la nada. Está muy vinculado a su profesión y al hecho de que, de pronto, sus imágenes tengan un gran reconocimiento público cuando para él son solo un vicio secreto, aquello de lo que se sirve porque le falta talento para ser pintor.

Portada La Prensa
Al margen del ya manido debate sobre lo que aporta cada disciplina, me chocó que este cuento diera una visión tan siniestra de la fotografía. Quizás tenga algo que ver que el protagonista se iniciara en la práctica casi por obligación. De pequeño roba una cámara y se encuentra con que para no ser delatado debe usarla. Por eso, al mirar a través del visor se siente raro, como si con cada click despojara al mundo de un fragmento. “¿Te has fijado lo que se parece una cámara a una pistola?”- dice en un momento. Y durante un tiempo vive como un asesino en serie que es extrañamente celebrado. 
Cuadro del estrangulador
 Al ir a DF entendí de dónde venía esa visión. Caminando por la calle, me asaltaba de vez en cuando la imagen de una cabeza cortada, una mujer violentamente agredida, un incendio, un coche hecho papilla o alguien colgado de un árbol, con titulares a bocajarro tipo: “¡Lo hizo!”, “Exprimen su jugo”, “Hallazgo macabro”... El relato de Ferran de Pol es de 1954. Entonces ya era noticia Goyo Cárdenas, un serial killer del que se escribieron miles de crónicas, a cual más insólita, y hasta una canción, porque no sólo acabó en libertad, pintando cuadros, sino que asistió al Congreso, donde fue aplaudido como ejemplo de rehabilitación social. 

Ya lo pueden decir: México es surrealista, aunque mil poetas traten de darle una expresión nueva. (Por cierto, su Octavio Paz es como Le Corbusier en arquitectura: hay un antes y un después). Los sabores estallan en el paladar y aniquilan el gusto, el tequila es como una cerilla que recorre el cuello y lo vuelve estufa. Y luego está toda esa vegetación, colorista e implacable. Los árboles van desfigurando el asfalto con sus raíces, de modo que el suelo parece como suspendido en un temblor que nadie se va molestar en corregir, quizás en recuerdo de catástrofes mayores como el terremoto del 1985 del que todavía quedan edificios notablemente inclinados. De hecho, muchos más de los que imaginé, como es el caso del piso al que posiblemente se mudará mi hermano con su mujer y su hija, donde la puerta del baño tiende a abrirse hacia fuera para encontrarse con la pared, y sin calcularlo uno puedo ver cómo rueda una botella vacía por el pasillo. Pese a esto, tiene mucho encanto. 

México sabe improvisarlo, aunque eso no quita que necesite a cronistas intrépidos, casi equilibristas, como el gran Enrique Metinides, al que han rescatado con una monografía. Según cuenta este profesional de la nota roja que empezó de niño sacando fotos a la pantalla de un cine por la que desfilaban gángsters, en su carrera, lo atropellaron dos veces, tuvo un infarto, se rompió seis costillas, sufrió 19 "volcaduras" de vehículos y pasó varias horas atrapado debajo de las vigas de un edificio. A él se le debe la imagen del cuerpo sin vida de la periodista Adela Legarreta, que al salir de la peluquería fue arrollada por un Datsun. Imagino que Helmut Newton y los dandys de Vogue quedaron alucinados por ese momento tan próximo al último soplo... Observad:



29 de abril de 1979. Metinides ©



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