domingo, 1 de abril de 2012

Dickinson visitada por Natalia Ginzburg I

"Hace tiempo estuve en Amherst, el país de la Dickinson: una región no muy lejana de Boston; en Massachusetts. Vi su casa. Vi también un vestido suyo en un armario, un vestido de color blanco marfil con recamados, que parecía un camisón, y un plaid de franjas largas que se colocaba en las rodillas cuando escribía. Pero entonces no conocía los poemas de la Dickison, ni sus cartas, y mi mirada era vacía y distraída. Había leído algunos versos suyos y quizá también alguna carta, pero poco había comprendido. No tenía un solo verso suyo en la memoria. Ahmerst es un rincón muy bello: prados verdes, casitas pintadas de blanco, esparcidas entre encinas y yedras, magnolias y rosas. Me pareció, sin embargo, que su gracia escondía algo de profesoral y remilgado. Detrás de este aspecto profesoral y remilgado había un tedio desolado y espectral. La región debe de haber adquirido su aspecto profesolar después de la muerte de Dickinson, después de adquirir consciencia de ser la patria de un gran poeta. El espectro del tedio debe haber estado ahí desde siempre. Recuerdo haber pensado que América es oscura y cruel en sus grandes ciudades, y donde no es oscura y cruel yace un tedio interminable. Era verano y había muchos mosquitos. Los mosquitos de América son distintos de los nuestros. No tienen aquel ronronear perezoso y dulce, sino que se lanzan sobre los rostros humanos en pleno día y en un silencio malvado. El silencio y la sombra del tedio se extendían hasta más allá de la mirada, sobre aquellos prados floridos y verdes. Así vi Amherst, pensando futilidades sobre mosquitos, sobre el calor y sobre América, y no presté una atención real al lugar en el que Emily Dickinson nació y murió. Quizás también pensé algunas futilidades sobre la Dickinson. Debí pensar que me era antipática. Tenía algunas nociones confusas sobre ella y en mi mente dos o tres cosas suyas me parecían irritantes: le gustaban las flores y los pájaros; salía a recibir a sus huéspedes con un vestido blanco (el que vi en el armario) y con dos lirios en la mano; salía poco de casa y sólo para ir a ver a su cuñada; que vivía a un paso; escribía cartas apasionadas a esa cuñada y sus únicos interloctures eran sus familiares, un cierto señor Higginson a quien mandaba sus versos y que le respondía con pedanterías, dos primos de Boston, alguna señora; sus únicos amores por otra parte nunca consumados, habían sido el juez Lord y el reverendo Wadsworth, es decir, un anciano y un cura. Últimamente leí sus cartas y, en mi pobre inglés, sus versos. ¡Qué gran poeta era esa Emily Dickinson! Me ha molestado visitar su casa con tanta indiferencia. Seguramente en su habitación había un retrato del juez Lord. Pero no me molesté en mirarlo. Su casa y aquella verde región educada y desconsolada fueron casi los únicos lugares que vio en su vida. Fue una vez a Washington y a Filadelfia (donde conoció al reverendo Wardshorth; le amó; no se unieron nunca; él le hizo algunas raras visitas; dos o tres en el transcurso de veinte años) y fue también algunas temporadas a Boston para curarse los ojos. El resto fue Amherst y sólo Amherst. Algún incendio, bodas y muertes de amigos y familiares; inertcambio de regalos (pollos asados, ramos de flores) entre ella y su cuñada; la muerte del padre ("su corazón era puro y terrible"); la larga enfermedad y la muerte de la madre; la muerte de un pequeño sobrino queridísimo, hijo de su cuñada y de su hermano, que había cogido el tifus jugando en aguas embarradas; las relaciones ardientes y complicadas con su hermano y su cuñada; las raras visitas del reverendo Wasdworth ("su vida estaba llena de oscuros secretos") y la noticia de su muerte. "Todos aquellos que perdemos algo somos despojados -queda todavía un gajo sutil- que, como la luna, alguna túrbida noche -obedecerá al reclamo de las mareas".

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