sábado, 31 de marzo de 2012

Dickinson visitada por Natalia Ginzburg II

Ésta fue, pues, la vida de la Dickinson: una vida similar a las de tantas solteronas que envejecen en los pueblos; con las flores, el perro, el correo, la farmacia, el cementerio. Sólo que ella era un genio. Son infinitas las solteronas que se pasan su vida escribiendo versos en los pueblos, solitarias, con manías y extravagancias. Ninguna de ellas es un gran poeta; pero ella, por el contrario, lo era. ¿Lo sabía? ¿No lo sabía? Escribió millares de poesías y nunca quiso publicarlas; las cosía en fascículos con hilo blanco. "Ésta es mi carta al mundo -que nunca me escribe." Era difícil que el mundo pudiese escribirle, ya que estaba -y quería estar- inmersa en la oscuridad de una casa. Pero lo cierto es que el mundo no le escribió nunca, de ninguna forma, porque nada le dio en vida. Y, por otra parte, su carta al mundo no solicitaba respuesta. Tenía horror de la notoriedad (se hubiera sentido "como una rana") y se limitaba a mandar sus versos a un crítico literario, el señor Higginson, "para saber si respiraban". Ese señor Higginson debía de ser un crítico muy modesto. Ella se dio cuenta, pero continuó sometiéndose a su juicio. Estuvo sola. Tuvo a su alrededor personas mediocres y de ideas restringidas. Creo que ella las enriquecía con la generosa cualidad de su espirítu y solicitaba sus visitas; pero cuando iban a visitarla, a veces no tenía deseos de verlas y se limitaba a un saludo murmurado desde la puerta. Escribió a una amiga suya, la señora Holland: "Cuando te fuiste, vino el afecto. La cena del corazón queda lista cuando el huesped se ha marchado." No he encontrado ningún retrato de la señora Holland; he visto, por el contrario, un retrato de otro amigo suyo, el señor Bowles: cara endurecida y leñosa de protestante, barba capruna.
¡Qué diferentes somos, hoy en día, de la Dickinson! Ha pasado menos de un siglo desde su muerte y, sin embargo, ¡qué diferentes somos de ella! ¿Quién de nosotros, siendo poeta, aceptaría su destino gris de solterona en un pueblo? Haría, al menos, algunas tentativas de huida. Ella nunca lo intentó. ¿Quién, hoy, aceptaría la cárcel de la familia por toda la vida, las angustias de una existencia tranquila y tan miserable? Vivimos ahora en las capitales y nos parecen provincias. Tenemos a nuestro alrededor una muchedumbre y nos sentimos excluidos de la vida del universo. Estamos llenos de bovarismo de cabeza a pies, siempre ansiosos, nostálgicos, malsufridos. Nuestro horizonte nos parece pequeño, tenemos la constante sensación de estar caídos en un punto perdido, de que la porción de horizonte que nos ha tocado en suerte es demasiado exigua. En nosotros anida el pensamiento secreto de que, si nos hubiera tocado un horizonte más vasto y tuviéramos a nuestro alrededor una muchedumbre mayor de amigos e interlocutores, quizás hubiéramos conocido un destino más alto. Los lazos familiares, pensamos, no pueden enriquecer nuestro espíritu. Son fruto de la casualidad y no creemos en la casualidad. La casualidad nos parece algo vil y despreciable. Creemos sólo en nuestra elección y nuestras elecciones son despreciativas, agitadas, desdeñosas, maniáticas. Estamos siempre con los colmillos dispuestos, esperando que aparezca alguien. No escribimos cartas. Y nunca nos dignaríamos a dirigir una carta a una señora Holland o a un señor Higginson. Hubiéramos pensado que era estúpido (y de hecho quizá lo era). Nunca nos resignaríamos a escribir versos toda la vida sin publicarlos. No por amor a la gloria, sino por la secreta esperanza de que alguien, nuestro interlocutor ideal, oyera desde el fondo del universo nuestras voces y nos respondiera. ¿Cómo reconocer el genio y la grandeza de una solterona vestida de blanco que va de paseo en compañía de un perro? Nos parecería extravagante, y a nosotros no nos gusta la extravangancia: nos gusta la locura. La locura no murmura, grita, y viste colores rutilantes y despojos locos e insólitos. Cierto es que tal vez ninguno de sus contemporáneos reconoció su valor. Pero sus contemporáneos no estaban allí con los colmillos desnudos. No tenían colmillos. Tal vez sintieron, al pasar a su lado, un profunda sensación de frío, porque la furia del mar embiste y arrasa los guijarros de las calles y las hierbas de los pantanos. Quizás también nosotros podamos experimentar una sensación similar. Tal vez no. No la reconoceremos. Ni siquiera la veremos. Bovaristas, llenos de piedad hacia nosotros mismos, somos escépticos e incrédulos ante todo lo que pasa, en los despojos periodísticos y provinciales, por nuestro lado. En sus versos no aparece nunca la piedad hacia sí misma. Ni resuena nunca en ellos un acento de nostalgia o melancolía, el deseo y las lágrimas por otra suerte. No hay lágrimas en sus versos. La suya es una afirmación de soledad voluntaria, inexorable y trágica. "Ésta es mi carta al mundo -que nunca me escribe".

Enero de 1969.

Trad. por Jaume Fuster y Maria Antonia Oliver.

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