martes, 1 de noviembre de 2011

Cambio de guardia (o crónica de un viaje con una cámara sin pilas)


Les oigo. Son tres hombres o quizás caballos. Tienen las suelas llenas de clavos. Avanzan marcando el paso por una acera gastada que se hace cada vez más estrecha. A sus espaldas queda el Parlamento y una plaza. Les escolta un soldado vestido de camuflaje. Un rato después, se topan con otros dos cuerpos de aspecto y porte muy similar. De hecho, si se distinguen por algo es por lo que se distinguen los caballos: hay uno que es más esbelto, otro, con la frente más despejada o más joven. Todos llevan leotardos blancos, faldas pesadas y un par de pompones. Miran al frente, bayoneta en mano.
Antaño, las bayonetas servían para homogeneizar el ejército y los que fueran más bajos, de lejos, lo parecieran menos. En este caso, no lo sabemos.
Uno de ellos, levanta el brazo. Marca la señal. Los demás, cabalgan. Van al paso. Sus patas me recuerdan a las patas que se ven en los frisos del Partenón, el gran templo. Salvo que ahora, estos caballos con rostro humano, llevan un casco rojo, rematado con una buena cola.  Dos se quedan y otros dos se van. Son reemplazados. Al moverse, aquella cola se les enreda en los botones anchos y dorados de sus chaquetas. Una vez quietos, el escolta les ordena y alisa la cabellera, con un gesto tan cuidadoso que a mí me parece inédito. Y hasta me conmueve. Grecia es tan ridícula que resulta enorme. Cada dos días, su destino se quiebra y, sin embargo, hora tras hora, no renuncia a cambiar de guardia. Y al borde del abismo, convoca un referéndum que pone en vilo a toda Europa.


1 comentario:

pandémica dijo...

Galopante, ¡qué trote más bonito!
"Grecia es tan ridícula que resulta enorme". Sublime. Pero... ¿cómo seguir a un pasado insuperable? ¿y con esa luz...?