Salió de aquella estancia, atravesó tres pasillos y otra vez volvió a la casilla de partida. Ahí le esperaban dos hombres vestidos de uniforme. Eran los mismos hombres del principio. Le dijeron: ¡Ah! Está usted aquí. ¿Dónde diablos se había metido? Y otra vez se lo llevaron. Entró en un cuartucho y se sentó. Frente a él había otro cinco hombres de cejas pobladas y respiración pesada. Y ellos ¿qué habrán hecho?- pensó, pero se les veía tranquilos. Uno tenía una máquina de escribir. Al cabo de un rato, el más anciano dijo: ¿Y bien? Sólo entonces cayó en la cuenta de que aquellos hombres estaban esperando a que él dijese algo pero él no sabía qué alegar a su favor y estaba tan cansado. ¡Estaba harto!
Así que se puso en pie, y antes de que le anunciaran los cargos que se le imputaban, se subió a la tarima del acusado. Está bien, ¡me rindo!- dijo. Y acto seguido empezó despotricar contra su jefe, por ser mediocre. Su mediocridad residía en su perilla, que describió con todo lujo de detalle pero la audiencia le escuchó con escepticismo como si él solo quisiera ganar tiempo. A continuación pasó hablar de su madre, porque fijo que su madre tenía algo que ver en todo aquello. Les relató la brutalidad con la que solía despertarle cuando aún iba al colegio. En vez de llamar a la puerta con un buenos días, su mamá le arrancaba las sábanas de cuajo y decía ¡arriba, arriba! como quien persigue a las gallinas. Y maldijo a las gallinas por ser desagradables. Y le salió un gallo.
Su exposición resultó tan patética que la audiencia empezó a reírse. Entonces le tocó el turno a las mujeres a quienes dejó aún peor que a las gallinas. Pobre desgraciado –pensó el anciano, mientras oía como la emprendía contra los judíos, los parados, la cábala y las cucarachas. Las usaba de atenuante en un delito del que no sabía cómo arrepentirse pues ignoraba sus consecuencias, su alcance. Por eso, ya crecidito y con la audiencia en el bolsillo, puso a parir a la Justicia, de la que dijo que era incongruente, rancia y relamida. Sí, insultó a la Ley, reduciendo a su guardián a un portero de discoteca, para que le entendieran hasta los de la última fila.
- ¿Y es que quién coño dice: Con la venia, señoria? –añadió.
Y venga todos a aplaudir.
- En serio, ¡no sé qué hago aquí! ¿Quieren dejar de reírse?
Esto lo dijo muy agobiado, dando a su intervención un efecto aún más grotesco. ¡De escándalo! Cuando abandonó la tarima aún se oían carcajadas y él se sintió extraño. Le ardía todo el cuerpo y la cabeza, como si sobre ella, veintitrés bombillas iluminaran su nombre. Quizás le faltaron un par de bises...
Aunque no llegara a escribirlo, fue Franz Kafka quien inventó el Stand Up Comedy.
3 comentarios:
En verano cualquier cosa cuesta más.
¡Viva Kafka. Viva Lenny!
lenny kravitz?
Super a favor de Kafka para el Club de la Comedia y de su gallo.
Se ve que también era un cachondo.
¡A leerlo todos desde la risa, negra pero risa!
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